Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.
Esta frase, tan hermosa como devastadora, es una de las innumerables joyas que encontrará el lector que recorra las páginas de esta novela. En ella, Adriano, el hombre más poderoso del mundo, se dirige a su joven sucesor, Marco Aurelio, el emperador filósofo, para hablarle acerca del poder, de la muerte, del amor. Y de la soledad.
Con la precisión de un bisturí poético, Yourcenar nos abre el corazón del viejo emperador en sus últimos días.
En su cuaderno de notas a las Memorias de Adriano, puede leerse: Encontrada en un volumen de la correspondencia de Flaubert la frase inolvidable: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre». Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y, al mismo tiempo, vinculado con todo.
Volviendo la mirada atrás, ese hombre solo, Adriano, contempla cómo su vida va desmenuzándose como arena en un cedazo, para descubrir que únicamente permanecen en la superficie unos pocos momentos a los que pueda darles el nombre de felicidad. El emperador desnuda su alma para nosotros, relatándonos sus logros como gobernante, pero sobre todo su vulnerabilidad como persona, su ambición, sus pasiones, sus derrotas. Luces y sombras de una vida intensa que la pluma de Yourcenar traza para nosotros con una lucidez casi dolorosa.
Y el mayor de los dolores del emperador fue la pérdida de Antínoo, su joven amante, por el que Adriano sintió un amor que parecía desafiar a la eternidad. Se han escrito miles de páginas sobre esa relación y para muchos ha llegado a convertirse en un símbolo del dolor por el amor perdido. En todo caso, la obsesión de Adriano lo llevó a divinizar a Antínoo, a acuñar moneda con su efigie y a sembrar el imperio de representaciones de su amado, casi se diría que una por cada lágrima derramada.
La herida que dejó abierta la muerte de Antínoo en el alma del emperador jamás cicatrizó. Este trató de capturar en un instante infinito la belleza y la juventud de su amante, para ver únicamente como se deslizaban entre sus dedos sin poderlas retener. La existencia se le volvió amarga y es ese dolor el que atraviesa la novela, esa búsqueda de sentido en un mundo que parece no tenerlo, ese grito desesperado en la vastedad de un universo vacío que responde con el silencio. Tal vez sea esa la grandeza de la novela de Yourcenar, el mostrar, como nadie lo a hecho, al hombre solo ante la nada. Eso y una prosa delicada y profunda que convierte a Memorias de Adriano en una de las novelas más hermosas que se han escrito jamás.